Es indudable que la corrupción es un mal instalado en el mundo entero y que la democracia, como único sistema de gobierno que es admisible en la actualidad, no ha producido los instrumentos necesarios para su control y menos aún su erradicación.
No es menos cierto que la corrupción es un mal de la humanidad desde hace siglos y que la historia demuestra que este problema tiene ahora mucho mayor difusión, por el hecho que los medios modernos de comunicación nos informan con suma rapidez acerca de los actos delictivos o sospechados.
Pero también es cierto que dicha historia está llena de hombres ilustres, preclaros gobernantes y lúcidos representantes populares que han dado su vida en defensa de sus ideales, por plasmar cambios para una mejor calidad de vida de sus semejantes o para hacer escuela entre sus descendientes, sin haber vendido sus conciencias al mejor postor o sin amasar fortunas o privilegios a cambio de fraudes o complicidades.
Hasta no hace mucho tiempo, la función pública era considerada un acto de servicio y los cargos de representantes populares figuran en las distintas constituciones como carga pública, lo que significa la obligatoriedad de su desempeño aunque no existiera la voluntad del elegido. No existe actualmente la más mínima necesidad de tamaña imposición puesto que los cargos son obtenidos a fuerza de luchas intestinas desgarrantes porque existe un número mucho mayor de postulantes que de puestos.
Hasta no hace mucho tiempo, los hombres que finalizaban sus carreras políticas tenían serias dificultades económicas, puesto que habían abandonado sus profesiones o tareas habituales y era muy difícil para ellos recomponer su futuro.
Hasta no hace mucho tiempo, nos rodeaban maestros ilustres que nos inculcaban ideas y principios y muchos de nosotros soñábamos con la posibilidad de un mundo mejor.
Hoy, la realidad supera las más imaginativas ideas de aquellos tiempos. Los hombres que manejan nuestros destinos han entrado en una burda carrera por la riqueza y la ostentación. Como en un circo que ofende a sus desprevenidos espectadores, se desviven por aparecer fotografiados en las revistas de moda, se convierten en los más cotizados cómicos de los programas televisivos, compiten con los habituales habitantes de la noche en las más lujosas festichelas, hacen una continua demostración de sus ingresos de dudoso origen y viven a un ritmo y un costo que no les permiten trabajar demasiado y que no son detectados por los peines informáticos más sofisticados que puedan inventar los recaudadores de impuestos.
Hoy, nuestra pobre Patria llora sus modestos héroes mientras un selecto grupo de nuevos ricos por su actuación política nos agravian todos los días con su desenfado para mostrar sus bajezas.
En un reciente programa cómico, el conductor del mismo se preguntaba cuál era la última especie en extinción y su respuesta fue: el político honesto.
Una broma macabra que muestra la cruda realidad de nuestros días.
Publicado en Ecos Diarios
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